❝A VEINTICUATRO GRADOS DE LATITUD NORTE, salir del aeropuerto saudí de Medina en un taxi de Uber resultó más fácil de lo esperado, aunque dentro del automóvil hacer posible que los dos mapas de Google —el del taxista y el mío— convergiesen en un mismo punto, el de mi destino, una pequeña residencia B&B fuera del casco histórico, mientras el conductor aceleraba resolutivo sobre el asfalto, trajo algunas complicaciones. Después de convencerlo para que parase y encontrar de camino una gasolinera de la que era habitual, lo debía de ser por sus modos dirigiéndose a los operarios por sus nombres, pude hablar con un joven sudanés y conseguir que hasta el mismo sol que rebotaba y saltaba delante de nosotros nos acompañase hasta la misma puerta sincronizada y mansamente.
Aquel día en que llegué, de media mañana, yo, zair (peregrino en Medina, así lo proclamaba Richard Burton en la narración biográfica de su peregrinación), me dirigí sin parar a pensar cómo y por dónde entraría y crucé la puerta principal que enfila la avenida del rey Fahad (promotor de la gran ampliación monumental con los famosos parasoles) y recorrí por dentro todo el costado norte de la Mezquita del Profeta. En Al Haram me hicieron señas un par de familias musulmanas para invitarme al almuerzo del que estaban disfrutando sobre las alfombras y tomé con ellos algunos dulces. Luego estuve hablando distendidamente con peregrinos llegados de Canadá y Gran Bretaña, hice fotos sentado en el suelo y después me proporcionaron sillas de tijera negras que andan apiladas por doquier para que me encontrase más cómodo, incapaz de percibirlas por mí mismo con el grado de nerviosismo que aún tenía. Y al cabo de un par de horas de haber paseado arriba y abajo (en ese momento llevaba la cámara al hombro y no dentro de la mochila como cuando entré, nada premeditado por otra parte) un empleado de la limpieza, de nacionalidad pakistaní, a un palmo ya casi de salir por donde entré, me echó el alto y llamó a uno de los miembros de seguridad de la mezquita para que me expulsaran después de contestarle que no, que yo no era musulmán. Pero insisitió en que era estadounidense (norteamericano), y tuve que aclararle que ni musulmán, ni estadounidense ni creyente.

A lo largo del perímetro de la gran mezquita y sus numerosas puertas no aparece ningún cartel que prevenga a los no musulmanes —infieles— de que esté prohibido entrar al recinto. Como tampoco existe admonición escrita y legible en los accesos desde los aparcamientos subterráneos por debajo del solar del Haram de que no eres bien recibido. Pero eso lo descubrí al día siguiente cuando accedí por una de las salidas del aparcamiento, que dan directamente dentro de la mezquita, y anduve a la fresca de las primeras horas, con los parasoles ya desplegados, sin pretenderlo por el costado oeste de Al Haram porque el taxista me dejó en ese punto y no en otro fuera alejado. Tras una pequeña vuelta salí para visitar las viejas mezquitillas históricas del entorno, sobrevivientes del arrasamiento urbano en pro de una peregrinación tan masiva como desbordante. Las trazas de futuras ampliaciones tanto de la propia mezquita como del tejido hotelero producen vértigo.







Un extranjero escéptico quizá pueda apreciar mejor que un devoto el rapto de la geografía sagrada del islamismo por la oficialidad wahabí, un irrefutable deseo de imponer su propio credo y refundar la ciudad del Profeta, sin laberintos ni patios ni jardines ni pájaros. Sin embargo nada cambia para afirmar que es innegable la atmósfera de paz que cruza entera la ciudad de Mahoma de parte a parte, salvo durante las magnéticas llamadas a la oración en que los fieles, como si se automatizasen, como en el final de una partida de ajedrez donde son reclamados los valiosos peones para ocupar el tablero, se dirigen a buen ritmo adelantando el pie derecho, con igual paso regular, como del blanco al negro, como la voz cadenciosa que desde el minarete principal se superpone e invade todos los rincones y reúne a todos los vientos exhortando con un «¡acudid a la oración, acudid a la salvación!», para ocupar y rezar en la Mezquita del Profeta al unísono, sin intervalos, poderosamente.


La ciudad entonces queda paralizada, los negocios cierran, las cafeterías cierran. Hasta los gatos desaparecen de la vista esperando el momento para acampar por las terrazas y aprovechar para cruzarse a continuación entre las piernas de los peregrinos y encontrar caricias y comida o subirse a la mesa. Peregrinos cargados de cajas o bolsas regalan dátiles o rosarios a quienes pasan delante de ellos o se acercan directamente para ofrecértelos en mano. Los comercios del entorno reanudan sus operaciones.
Una sucesión innumerable de imágenes sin moldes asociadas al Islam recorren el espacio delante de ti, más desde luego las vestiduras masculinas, sus tocados en particular, que los velos femeninos —aunque no distinguí un solo burka, los naquib negros eran frecuentes y aburridos—, y así, escalonadamente, van surgiendo:

los songkoks de fieltro o terciopelo negro que caracteriza a los musulmanes del sudeste asiático hasta Filinas, los tubeteika de las regiones de Asia central, los característicos gorros de lana pakul de Pakistán, los tagiya cortos de ganchillo blanco o verde de los africanos o los kalpak caucásicos de copa alta en fieltro, los turbantes blancos o las kufias con egal tan del uso entre beduinos y saudíes en general, todos ellos como en ninguna otra parte, en ninguna otra peregrinación religiosa, desfilan sin comparación.


La sensación de calma permanece. No ya solo porque eres un desconocido más y puedes observar miles de rostros diferentes con atuendos muy diversos que se cruzan sin verse sino porque experimentas el efecto mágico de teletransportarte a las primeras lecturas de la infancia y a las voces de Verne y Strogoff: «Abre bien los ojos, mira…»●