❝ A DIECISÉIS GRADOS DE LATITUD NORTE, depués del desayuno, desde la recepción del hotel, como habíamos acordado, nos pusimos en marcha hacia el acantilado de Akauk Taung conduciendo él y yo de pasajero. Ako Maung arrancó su moto nueva y condujo alrededor de dos horas con tal determinación que parecía conocer por donde correr o por donde atajar, aunque me comentó que, a pesar de haber pasado su infancia en la ciudad de Pyay, el paraje al que nos dirigíamos era tan desconocido para él como para mí.
El camino, no solo por la situación del gobierno intruso de la Junta militar y sus tediosos controles policiales de carretera, sino por el trayecto en sí (letreros solo en birmano y ni siquiera del todo claros para los locales), requería de un guía para alcanzar con éxito el sorprendente lugar distante de Pyay unos sesenta kilómetros en dirección sureste donde decenas de budas se descuelgan sobre las aguas del Irawadi.
Éramos los únicos forasteros aquel día en el pueblo de Hton Bo y cuando llegamos la joven birmana que atendía el puesto de alquiler de botes cambió el semblante aburrido por otro alegre, se caló un sombrero de bambú con su barbuquejo y nos condujo veloz al embarcadero. De un vocinazo fulminante ordenó al barquero niño que se adelantase y sin que nos diéramos ni cuenta navegábamos en un destartalado y ruidoso fueraborda provistos de ramos para las ofrendas que ella misma nos vendió. No paró de hablar hasta enfilar la escalinata que conduciría al monasterio en lo alto. Con la fatiga del viaje, Ako Maung olvidó traducirme aquellos entremezclados sonidos tan singulares y en ocasiones sutilmente remotos y extraños de la fonación birmana para un occidental con el traqueteo sordo y metálico de la vieja hélice al cavitar que parecían estar comunicándose entre sí para mi asombro. A mitad de la subida un refresco helado de lichi logró recomponernos.


A la vuelta, al pisar de nuevo el pobre embarcadero y empezar a oír las voces que bajaban de los puestos de comida callejeros del pueblo, Ako Maung me sugirió que recogiésemos la moto y parásemos a almorzar con más tranquilidad en un merendero relativamente cercano en ruta. Yo había podido distinguir varios de esos modestos establecimientos mientras avanzábamos al monumental escarpe aunque sin convicción alguna de que fuesen capaces de darnos de comer luego, pero acepté la propuesta de mi guía.
En mitad de la nada, aquella mujer inexpresiva que regentaba el establecimiento donde nos detuvimos, con ayuda de sus dos hijas, desplegó como un resorte el servicio para dos comensales y así surgió inesperadamente un mero instante.
Un mero instante en el que el escenario y el tiempo empezaron a congelarse. Los trinos cruzados de los pájaros encaramados a la silueta vertical de firmes y señeros árboles, callaron después de recibirnos.
La leve brisa que circulaba se calmó, las pisadas de las mesoneras terminaron inaudibles y ellas mismas invisibles al poco rato. Descalzos, como las dueñas y es costumbre, con las manos recién lavadas, fuimos comiendo sobre el entarimado al aire libre delante del merendero.
La gravedad fue retirándose lentamente y los pocos vehículos que se interpusieron en el horizonte avanzaban a cámara lenta por la carreterilla ante nuestra vista distraída. Ako Maung pidió dos sopas con fideos y tropezones y ensalada acompañada de algunos fritos.
Solo recuerdo con vaguedad el inicio de un gusto picante y sabroso de aquella cocina sencilla y un olor penetrante a soja tostada que pasó a neutro mientras disfrutábamos de la comida.

De regreso a Pyay, la velocidad y el calor sofocante volvieron con los baches a la carretera●