❝A VEINTE GRADOS DE LATITUD NORTE, avanzaba entonces que en el mismo hotelito de Bhubaneshwar, en el casco antiguo, la populosa y sagrada Old Town, compartí algunos encuentros con una familia de la casta brahmán en duelo que venía del interior de la provincia para asistir al Lingaraj. La viuda del fallecido, limitada en sus movimientos pero no en ajuares, agradeció, desde el primer día en que le ayudé con unas escalares de acceso, la forma en que sin miramientos, resolutivamente, le cogí del brazo para subirlas juntos, todo ello sin haber dejado de saludarla previamente, palmas unidas al pecho y por la frente, mediando un sonoro namasté con sonrisa y un buenos días en hindi.

En sucesivos encuentros, con su elegante juego de sari y choli, sentada en el patio de acceso al establecimiento, daba con la mano unos golpecitos secos en el asiento de la silla de madera que tenía a su lado para hacerme ver que quería que me acercase hasta ella.
También mandaba que me trajesen algunos dulces que ellos mismos hacían en las habitaciones (algunas de las habitaciones de la planta baja iban equipadas con cocina), tan sabrosos como delicadamente manoseados.
En su presencia, ni su par de hijos gemelos ni sus nueras daban respingos ni ponían caras.
Surgida alguna confianza de resultas de todo lo anterior, el par de nueras terminaron por lanzarse sobre mí para preguntarme, porque escudriñaban al extranjero que era yo con curiosidad, si las cremas que me daba cuando salía eran para conseguir una piel tan blanca. Les aclaré que no. Pero insistieron.
O añadía alguna explicación más o volverían a la carga ahora que habían abierto fuego. Así que les expliqué que una la usaba por tener piel atópica, algo incomprensible allí, es cierto, lo sé, y la otra por simple protección solar aunque el sol no brillase en todo lo alto.
Con ellas, con las cremas, en mis manos, les mostré las etiquetas para que lo comprobasen ellas mismas. El color, o la falta de color, venía de fábrica. Ahora, eso sí, cuando bebo dos gintonics la garganta coge un color azulado indescriptible igual que la de Siva Todopoderoso en este mes de Sawa y celebraciones. No lo pusieron en duda o eso creí por sus expresiones.
Y su curiosidad, y ya corto aquí, seguía en aumento, parecía ilimitada. Se miraron la una a la otra y en voz baja me volvieron a preguntar, esta vez si la piel era tan blanca, igual de blanca por todo el cuerpo o había partes más blancas aun. Hice como que no había entendido, pero le dieron la vuelta a la pregunta para seguir indagando.
Estas conversaciones espontáneas que a veces surgen, aunque en caliente se caen sobre todo por el lado más embarazoso, y del idioma, que da alas cuando no es el tuyo materno, resultan luego graciosas, lo admito, muy graciosas. La matriarca se despidió de mí el día de su marcha con verdadero afecto.


El conductor del tuktuk que te llevaba directamente al templo del Lingaraj aunque dándote una vuelta completa.
En la víspera de la salida de Bhubaneshwar vinieron a despedirse muy cariñosamente al hotelito dos de los amigos pandit de la macrocena en casa de uno de ellos, de la que ya escribí en su momento, con una botellita de mango lassi (me he vuelto adicto a este batido de yogur que parece leche condensada con mango, jengibre y cardamomo).
No pude, como me hubiese gustado, celebrar una cena de despedida con ellos porque el dueño del hotel familiar, con el periodista norteamericano que pasa largas temporadas en Orissa y con quien hasta ese momento en realidad no había cruzado dos conversaciones enteras (demasiado huraño), quisieron, justo esa noche, invitarme a una cena de menú local. Cordialidad infinita y bromas, pero en una terracita cerca del gran estanque de agua sagrada de Bindusagar que ocupa una parte del casco histórico y del que debieron de salir conjurados los mosquitos más voraces a chuparme buena parte de la sangre más rica en oxígeno que aún me quedaba a esas alturas.

Vista del estanque de Bindusagar al anochecer con el templo encalado en medio.
En la salida hacia Nepal, que confieso temía, nada me ocurrió de especial o aburrido. Y ya en Katmandú: hogar, dulce hogar. Tan iguales, pero tan diferentes, indios y nepalíes. El clima, lluvioso, sí, aunque con temperaturas soportables me devolvió a la rutina, a una rutina de viajero, claro ●