❝A ONCE GRADOS DE LATITUD NORTE, dejamos Bahar Dar temprano para dirigirnos a dos islotes a media distancia en el lago: Narga y Daga, con las comunidades previamente avisadas y los monjes en el umbral. Hubo momentos en los que el fueraborda brincaba veloz y ruidoso y por la borda salpicaba la espuma en la cara. Cargueros sueltos y tankwa lentos, típicas canoas del lago hechas a base de juncos de papiro, pescaban indiferentes a nuestra estela. Desembarcamos sobre las nueve y media, con sol y calor. Como en la mayoría de los monasterios del lago, en su perímetro e islotes, estos de hoy también están vedados a las mujeres.
El islote de Daga, con su pequeño y aseado embarcadero te pone en camino al monasterio de San Esteban.

Los monjes que nos recibieron, cumplido el almuerzo por su parte recién habíamos llegado, advirtieron sin explicaciones que la iglesia no podía ser visitada. Transmití al guía que les comentase si guardaban memoria del cónsul británico Cheesman, que visitó en 1933 el recinto tras el incendio sufrido por un rayo y escribió sobre ello por extenso, después de levantado el nuevo templo, uno más simple, de planta rectangular que sustituiría en adelante el primitivo circular. En realidad, estaba pensando en las sepulturas de algunos de los personajes reales etíopes que se localizan en este monasterio desde el siglo XVII.
Pero me aclaró que no lo conocían, aunque me atrevo a sospechar que ni se lo transmitió ni tenía en mente otra cosa que la idea de ir a comer, lo que fuese, él y el barquero. De modo que entramos directamente al pequeño museo, un reducido habitáculo, también apañada librería con sus grandes códices mashaf, llamado Irkbet. Que acabara encontrándome allí, en el museo en lugar de en la iglesia como había imaginado, las cajas mortuorias con los restos mortales de cinco protagonistas de la historia de Etiopía, incluido los del emperador Fasilades, me sorprendió. Habíamos llegado en horas de solaz, parecía claro, y la visita fue fugaz. Me vi igualmente incapaz de que me mostrara alguno de los códices por sus ilustraciones y no por su tamaño.

Mientras el guía dedicó el último rato de la visita a rezar en un aparte y lo perdí de vista, yo anduve fisgando y acabé aquí: una pequeña sala de trabajo, con sus estanterías y telar eléctrico, sus productos elaborados y bobinas ordenadas por colores y tamaños. Aunque el monje no hablaba inglés —o quizá más novicio—, me dejó que hiciera fotos con flash, porque era una habitación ciega, sin ventanas, y la puerta solo entornada. Muy expresivo, sonreía cuando me miraba fijamente y golpeaba con la palma de la mano en el asiento de un taburete bajo que había por allí para que me sentase.
Lo curioso es que en la isla no hay red eléctrica (no es el único islote dentro del enorme lago Tana en que sucede esto) y se usan unas plaquitas solares portátiles, convenientemente distribuidas, con las que él puede tricotar y el resto de la comunidad hacer una vida relativamente cómoda.

Es el monje más joven que vi, el resto son mayores y tejen a mano (enseguida noté que no querían fotos…), algunos conviven con heridas abiertas y los pies deformados como los tacos tan característicos que se clavan a los quicios de las puertas de los monasterios (sin empeine ni huella en las plantas porque andan descalzos desde pequeños y el terreno es duro de c6j6nes). Uno de ellos, con confianza inesperada —animado quizá al verme el bodoque que llevaba en el pulgar de la mano derecha para proteger la herida del golpe que me di al desembarcar días atras e iba desinfectando a puro huevo con los limones que nos daban como aliño del picnic del camino—, liberó el emplasto de hojas sujeto por las mismas raíces de la jacarandá que exhibía a la altura del tendón de Aquiles para mostrarme el grado de resignación al que le había llevado las limitadas propiedades antisépticas del precioso árbol. Propuse intercambiarnos nuestros remedios, limón por jacarandá quiero decir, y desviar mi atención en una escena tan desagradable de contemplar.


Otro muy simpático se arrancó y me habló en italiano de cuando estuvo en Roma en tiempos de Pablo VI, según él mismo me contó. Al poco apareció el guía y nos sacaron injera (especie de pan característico del país), mitmita (surtido de especias típico) y dalla (un tipo de bebida fermentada hecha para determinadas fiestas, no hace mucho acaba de celebrarse la Navidad conforme su calendario). Después de abrazarnos muy fraternalmente con el choque de hombros al modo etíope primero y luego abrazo completo al modo occidental, dos de ellos nos acompañaron al embarcadero para despedirnos y llevarnos lo que había sobrado para el camino, que picoteamos en el bote. Al cabo de dos horas bien cumplidas estábamos en Bahar Dar, en la terraza del Kuriftu●