Gran Manila

Termómetro a 32°C, cielo despejado con nubes altas aunque aplastante, sensación nueva y extraña de sofocación, pero curiosidad intacta.

Después de encajar aquel primer golpe, dentro de un taxi pude, en casi dos horas de embotellamiento asiático para salvar los ocho kilómetros que median desde la terminal de salida del aeropuerto hasta el apartamento, aclimatarme.

Gracias a un amigo filipino había conseguido alquilar un mini apartamento en una de las torres gemelas del ruidoso pero bien comunicado barrio de Mandaluyong.

Salvo por algunas bocinas chillonas de autobuses en la madrugada cruzando por delante del gran vestíbulo del bloque de apartamentos, nada era comparable al asfixiante calor húmedo del trópico tagalo. Y todo listo para moverme por la Gran Manila.

Alquilado sobre la avenida Boni (lleva por nombre el apodo de Bonifacio Javier, líder guerrillero condecorado durante la durísima Guerra Mundial que soportó Filipinas), que conecta con la circular EDSA (acrónimo de Avenida Epifanio de los Santos), que a su vez comunica con toda la periferia de la capital.

En el ruidoso barrio de Mandaluyong con las torres gemelas GA al fondo.
En el ruidoso barrio de Mandaluyong con la vista de las torres gemelas GA al fondo.

Enfrente del Metro Manila, boca Boni Avenue, de la línea 3, y de las paradas de autobuses, terminales de yipnis, esos malditos yipnis que no hay quién entienda cómo y por dónde circulan, y hasta de bicitaxis…

La salida para Pampanga estaba organizada para el Viernes Santo con Grab en un cómodo vehículo junto a amigos filipinos que se unirán a la experiencia religiosa de una Semana Santa con crucifixiones en vivo de la que solo tienen, como yo, referencias indirectas

Semana Santa en Gran Manila
Cesta en el mercado de Quiapo con las imágenes del Nazareno Negro y el Santo Niño de Cebú adornadas con sampaguita, el jazmín filipino.
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