❝A VEINTINUEVE GRADOS DE LATITUD NORTE, la tarde entraba en Lhasa. Después de acomodar los bártulos en el House of Shambhala, un inmueble familiar convertido en hotelito, con todo el encanto, al que siempre vuelvo, comí algo y salí deprisa para el Jokhang solo, el más sagrado de los templos de Tíbet, sin guía esta vez, antes de que el cielo oscureciera más aún.
Hechas todas las koras, la del perímetro del templo y las de las capillitas de su interior, tuve la inmensa suerte, porque la primera vez que lo vi años atrás, durante la fiesta de las lámparas de mantequilla, bien terciado el mes diciembre, no había forma de moverse del gentío de peregrinos y también turistas que corrían por dentro, la inmensa suerte, decía, sí, de que el sanctasanctórum que hay detrás de las enormes estatuas que separan la sala de oración del resto se abriese para un grupo de chinos budistas que derrochaban entusiasmo y limosna.


Imagen de Jowo Shakyamuni, instalada a mediados del siglo VII d.C. (detalles de piedras semipreciosas y brocados).
Después únicamente de ver cómo los píos chinos enloquecían con sus móviles y pedían con gestos y sonrisas algo de complicidad al monje que descorrió las poderosas cortinas de eslabones metálicos (idénticas a las de Swayambú en Katmandú), no me resistí a sacar mi cámara y, aunque la poca luz y alguna mala conciencia —carteles recordando que está estrictamente prohibido hacerlo te observan desde diferentes lugares— lo complicaban en exceso, también disparé fotos aquí y allá.


En el interior del Monasterio de Jokhang.
La carambola de algunas imágenes me deja contento, como estas que comparto aquí líneas arriba. Para otra ocasión los detalles de la ceremonia en la que participamos todos: los monjes, los chinos, algunos tibetanos que se habían acercado y yo mismo sin esperarlo●