❝ A VEINTISIETE GRADOS DE LATITUD NORTE, no, no reniego de Salgari, aunque lo haya relegado a una tercera o cuarta fila siempre me acordaré de su siniestra Kali y la jungla negra. Hoy me levanté a las cinco de la madrugada para ir al templo de Daxinkali en compañía de Sundar a bordo de un autobús interurbano repleto (unos veinte kilómetros que solo el tiempo y el tráfico pueden decirte después cuántas horas supone el trayecto: pronósticos los justos).


Esta mañana la diosa Kali no madrugó tan sanguinaria como me temía. Gallos y cabras, cada especie por su lado, terminaban con el pescuezo separado del cuerpo, de un tajazo o a base de retorcerlo sin miramientos al pie del templo de Daxinkali, de poca arquitectura, que los sábados se convierte en una romería. Como ya me pasó en Janakpur, no solo había que andar descalzo por los alrededores sino que el suelo esta vez estaba completamente encharcado. Tenía los pies congelados y hubo que apremiar para ponerse los zapatos y salir a comer sel roti y pani puri, delicatessen nepalíes, con té masala hirviendo, por los puestecillos de comida que, como una pasarela, enfilan la entrada desde al menos unos trescientos metros antes, junto a otros de venta de animales y «souvenirs». Fotos prohibidas, pero se hace lo que se puede.
Desde el autobús, de esos que no le gustarían en absoluto a Pla, sin salvoconducto ni billete (sin documentos, se paga al bajar), de regreso, una escena muy tierna de una madre joven, relativamente joven, leyendo en voz alta un periódico, grande como un mapa desplegable del Valle de Katmandú, delante de sus hijos, uno de ellos con el móvil entre las manos sin hacerle mucho caso.