❝ A VEINTISIETE GRADOS DE LATITUD NORTE, el guía con el chófer aguardaban pacientemente en el aeropuerto internacional de Paro mi llegada con retraso. La carretera de montaña que enfilamos a continuación para dirigirnos a Timbú me transportó aquel día de los Santos Inocentes de 2016, de forma mágica e instantánea, al desfiladero de La Hermida camino de La Franca que en los veranos de mi infancia recorría como si fueran verdaderas expediciones. Era mediodía y, con la ventanilla bajada, todo el aire fresco y a la vez resinoso mezclado con el olor de los enebros y la menta de los Picos de Europa, que brotó intacto de la memoria más profunda que aún guardo, había inundado el coche. Gensen, el guía, empezó entonces a repasar horarios y visitas pero no consiguió que le prestara atención, yo seguía tan absorto que solo cuando llegamos al hotel, aterricé de verdad en Bután, tierra remota de cuervos, dragones de lengua blanca y phalluses.
Sin demasiada conciencia acabé sumergido en una tinaja de madera donde el ajenjo dulce esparcido sobre el agua humeante no dejaba ver unos pedruscos volcánicos previamente enrojados que mantuvieron caliente aquel baño reparador (dotsho en lengua local) ayudado también de algún vino local de la mano.
Al amanecer, recompuesto completamente, subimos al Monasterio de Tango con idea de ejercitarme frente a un escarpado camino de vincas para la que sería pocos días después la visita estrella de Bután: el Monasterio del Nido del Tigre.

Sin embargo, este monasterio fortaleza se reveló como algo más que un simple ejercicio preparatorio. Llegamos de muy buena mañana y, aunque casi al final del recitado de mantras, nos acuclillamos al fondo de aquel salón rectangular no demasiado amplio, a tiempo para compartir después con novicios —éramos los únicos extraños aquel día— un pequeño almuerzo inesperado al aire libre en las mesas corridas que ocupaban el techado de uno de los laterales de la entrada del monasterio en obras y entre andamios y risas de aquellos futuros monjes budistas que tan felices parecían. Pasamos por el Tashichhon dzong,

Columnata de dakinis al pie de la gran estatua de Buda Dordenma a la salida de Timbú.


A la vuelta, al pisar de nuevo el pobre embarcadero y empezar a oír las voces que bajaban de los puestos de comida callejeros del pueblo, Ako Maung me sugirió que recogiésemos la moto y parásemos a almorzar con más tranquilidad en un merendero relativamente cercano en ruta. Yo había podido distinguir varios de esos modestos establecimientos mientras avanzábamos al monumental escarpe aunque sin convicción alguna de que fuesen capaces de darnos de comer luego, pero acepté la propuesta de mi guía.
El término coloquial que en dzongkha se usa para polla, aunque no en público porque los butaneses por curioso que parezca después de recorrer los alrededores de Punakha, son muy reservados en conversaciones subidas de tono, incluso medio en bromas, es ‘pho’. Como ocurre en español o inglés, hay diversos términos pero aquí son multívocos.
En Bután para los dibujos que cualquiera puede ver en el exterior de las fachadas de las casas de la zona de Punakha, también pero menos frecuentemente en los interiores, como las de las fotos que ilustran estas líneas, se prefiere el término ‘photshen’ (‘phot’ macho y ‘shen’ símbolo). Por más que la explicitud de los falos eyaculando escalen los encalados de los muros (la cervatilla reclinada hacia delante, como en la postura de yoga de igual nombre, que gira la cabeza entre las ventanas para mirar curiosa la escena), no hay procacidad. Algo así trasladado a Occidente se entendería sin discusión como un reclamo claro de lo que ofrece el interior, una valla publicitaria.
En estas latitudes, en cambio, el término falo adquiere una dimensión de emblema, el de las pinturas de las casas (fachadas e interiores) tanto como el de las pequeñas escultura de los rituales Chimi Lhakhang, un icono simbólico.


Y luego está también el termino ‘bloma’, dentro del budismo tántrico, con una consideración más abstracta, pero dentro de lo espiritual o lo humorístico, caso de su uso por los atsaras.


De regreso a Pyay, la velocidad y el calor sofocante volvieron con los baches a la carretera●